El aumento de los confinamientos forzados amenaza con disparar el hambre

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Si hoy se repitiera la pregunta que lanzó el padre Francisco de Roux el 28 de junio de 2022 en la entrega del informe final de la Comisión de la Verdad que entonces presidía, la respuesta volvería a dejar un rotundo silencio: “¿cómo nos atrevimos a dejar que pasara y cómo nos podemos atrever a permitir que continúe?”. Fue un dardo a la conciencia colectiva después de desentrañar de la memoria los horrores de seis décadas de conflicto armado frente a una Colombia adormecida. Casi dos años después del recordado discurso, nuevos ataques, confinamientos y desplazamientos forzados amenazan la integridad de comunidades abandonadas en la indiferencia que cuestionó el sacerdote jesuita.

El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) advirtió en su más reciente informe humanitario un aumento del 19% en las restricciones a la movilidad en zonas de conflicto durante el año 2023, en comparación con el año inmediatamente anterior. En total, 47.013 personas dejaron de transitar libremente por sus territorios debido a intimidaciones de grupos al margen de la ley. Además de generar temor, el fenómeno afecta la seguridad alimentaria en áreas apartadas y de por sí vulnerables. El conflicto, en otras palabras, no solo impacta la seguridad, sino una de las principales banderas del presidente Gustavo Petro: la lucha contra el hambre.

Los departamentos más golpeados por las restricciones de movilidad son los del Pacífico colombiano, atrapado en la disputa por el control de rutas del narcotráfico y otras rentas ilícitas como la minería ilegal, así como amplias áreas con altos niveles de pobreza. La situación más crítica está en el Chocó, uno de los más pobres del país, que concentró el 44% de la población confinada, con 20.720 víctimas. Le siguen Nariño con 9.563 personas, Cauca con 4.000 y Valle del Cauca con 3.304 damnificados. También hubo aislamientos en otras regiones; en Arauca, Caquetá, Putumayo, Antioquia, Bolívar y Córdoba.

La limitación a la movilidad de los pobladores encarna uno de los efectos silenciosos de la guerra. Aunque no deja imágenes que llamen la atención a kilómetros de distancia, quienes la soportan saben que su vida está en riesgo. No solo por el peligro de los fusiles o explosivos, sino por la falta de acceso a los alimentos, que atenta contra su salud física y mental.

La inseguridad por los enfrentamientos armados, los toques de queda que imponen organizaciones ilegales o el veto para transitar en ciertas zonas u horarios, impiden a las comunidades acercarse a las parcelas que cultivan, cazar en la selva o pescar en los ríos cercanos, como es costumbre en comunidades indígenas y afrodescendientes, las más perjudicadas por las presiones de grupos subversivos. También frena el comercio.

Los departamentos que el CICR señala como víctimas de este flagelo tienen por lo menos el 30% de sus hogares o más en riesgo moderado o severo de inseguridad alimentaria, con la excepción de Antioquia y Valle del Cauca. Dicho de otra forma, según el Programa Mundial de Alimentos, son departamentos donde hay hambre.

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Un mapa extraído del informe ‘Evaluación de Seguridad Alimentaria para Población Colombiana 2024’, del Programa Mundial de Alimentos.WFP

El escenario más complejo se observa en Putumayo, Córdoba, Arauca y Caquetá, donde hasta cinco de cada diez personas resisten con el estómago vacío o a medio llenar, mientras que en Chocó y Bolívar se estima que cuatro de cada diez personas no comen lo suficiente. Aunque la violencia no es la única causa, van ligadas. El riesgo de hambre impacta al 43% de los hogares víctimas de algún hecho violento, frente a un 23% de los que están alejados del conflicto.

El especialista del área de gestión del riesgo y rehabilitación de medios de vida de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), Harry Villarraga, explica que estas circunstancias producen un deterioro progresivo de la alimentación. “Las familias restringen la cantidad de alimentos que consumen en el día, las porciones, limitan el consumo de los adultos para preferir el de los niños. Hay gente comiendo escasamente un arroz vacío acompañado de nada. Son condiciones muy dramáticas”, relata.

Los hechos de violencia empeoran las condiciones en lugares con altos niveles de pobreza donde las dietas son poco variadas y bajas en nutrientes, explica Zandra Estupiñán, nutricionista especializada en gobierno y políticas públicas. “Hay casos de niños con desnutrición crónica o retraso en talla porque se adaptan a condiciones de deficiencias por periodos prolongados y eso afecta su capacidad cognitiva y de desarrollo”, subraya.

Estas consecuencias se expresan –de la manera más trágica– en las muertes de menores de cinco años asociadas a desnutrición. A nivel nacional han disminuido de 82 muertes confirmadas entre enero y marzo de 2023, a 56 probables en el mismo trimestre de este año. En el Chocó, sin embargo, suman 10 las muertes que probablemente se deben al hambre, cuando el histórico ha sido de seis en los primeros meses, de acuerdo con reportes del Instituto Nacional de Salud. Los lugares con más confinamientos enfrentan, a su vez, un peor acceso a servicios de salud. Muchos dependen de la medicina tradicional para atender sus dolencias, pero obtener plantas medicinales también es difícil cuando no es seguro poner un pie en el monte. Y, por lo menos hasta ahora, la política de paz total del Gobierno no ha ayudado.

Los ceses al fuego bilaterales que se han pactado con varios grupos ilegales como parte de las negociaciones no se han traducido en garantías para la población civil. Por ejemplo, en febrero, a pocos días de haber confirmado la ampliación de la suspensión de hostilidades entre la Fuerza Pública y la guerrilla del ELN, su Frente de Guerra Occidental declaró un paro armado en la subregión del San Juan, en Chocó. 27.000 personas quedaron confinadas.

La representante de la organización Gobierno ancestral territorial de los pueblos indígenas del Chocó, Irma Cabrera, dice que allí se está imponiendo el temor con las armas. “Los grupos también llegan y cogen todo lo que las familias han cultivado, incluso se llevan las gallinas, los cerdos, todo esto genera una crisis alimentaria. La población civil no tiene mucha fuerza cuando está delante de alguien armado”, expresa.

Además de los confinamientos, los artefactos explosivos intimidan y limitan el acceso a fuentes de agua y alimentos, entre otros recursos esenciales. “La presencia de así sea un solo artefacto o su sospecha puede confinar a una comunidad entera por largos periodos”, señala el informe humanitario del CICR. En 2023 se registraron 380 víctimas directas –54% civiles– de minas antipersonal, restos explosivos de guerra, artefactos lanzados y de detonación controlada. De ellas, 61 murieron.

En Sipí, un municipio chocoano con 4.700 habitantes, al menos dos personas han sufrido amputaciones por explosiones de minas en la última semana. La gobernadora Nubia Carolina Córdoba hizo un llamado urgente para que se realice un desminado. “Los grupos armados organizados que hacen presencia en el Chocó están violando abiertamente el derecho internacional humanitario, sembrando terror y generando el confinamiento de las comunidades”, afirmó la mandataria.

El alcalde de Sipí, Jairo Antonio Murillo, comenta en diálogo con EL PAÍS que la población no quiere asomarse afuera de sus viviendas. “La gente piensa que al salir va a explotar algún artefacto, está sumergida en el miedo, la zozobra. Acá viven de los quehaceres del campo, no pueden visitar sus parcelas porque les genera un trauma psicológico, hay afectación de la salud mental en el territorio y el hambre duele”, declara. Los suicidios reportados se han duplicado este año en el departamento, pasando de 20 a 40 casos.

El defensor del pueblo en Chocó, Luis Murillo, sostiene que el confinamiento es un evento masivo de victimización, una especie de secuestro colectivo que ahora es más prolongado. “La ruta que tenemos para atender estas emergencias es transitoria, de tres meses. Ahora hay comunidades que llevan dos o tres años sin poder hacer uso del territorio para su subsistencia. No hay una ruta desde el Estado para entender y atender esta nueva modalidad de confinamientos largos, se necesita otro abordaje”.

El Comité Internacional de la Cruz Roja ha hecho un llamado a los actores armados estatales y no estatales a respetar el Derecho Internacional Humanitario. “Si bien el DIH no tiene una mención expresa a los confinamientos como consecuencia humanitaria, sí establece obligaciones de las partes en conflicto a tratar con dignidad a toda persona que se encuentre bajo su control. Llama a evitar tratos humillantes y todo aquello que genere sufrimientos innecesarios en la población civil. El confinamiento es algo que deben evitar los actores armados”, explica Laura Santamaría, coordinadora de comunicaciones de esa organización en Colombia.

La Misión de Verificación de las Naciones Unidas señaló en su informe del último trimestre que el desplazamiento y el confinamiento forzado afectaron de manera desproporcionada a las comunidades étnicas con un 64% de los afectados, el 42% indígenas y el 22% afrocolombianos. Como lo precisa el nombre que lleva el capítulo del informe final de la Comisión de la Verdad sobre violencias y daños contra los pueblos étnicos de Colombia, “resistir no es aguantar”. Las comunidades siguen aguantando.

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